¿Cómo puede alguien inventarse una realidad tras la cual
enmascara todo el dolor y la ruina que lo sumergieron en el Lago Cocito? ¿Cómo
se crea un universo paralelo que se presume como el más valioso de los tesoros,
la más importante de las posesiones? Una máscara de falsedad que oculta un
deseo equívoco, una esperanza muerta, pisoteada, putrefacta y escupida desde
las entrañas de este mundo caótico y en decadencia. Un amor pasajero. Falso.
Efímero.
Yo lo hice.
Oculté una traición que me
destruyó por completo, desde los cimientos. Arrancó mis raíces y las arrojó al
viento por sobre el hombro. Como si todo lo que hice significara nada para
ella. Como si todo el tiempo fueran granos de sal diluidos en el mar.
Volé hacia el sur como las aves
en invierno. Con un pasaje de 43 días, a un lugar donde sólo esperaba
encontrarme con ella, ni siquiera avisé a otros conocidos; quemé las balsas y
me quedé en las indias. El recorrido del avión a la salida del aeropuerto fue
terrible. Se me hizo eterno. Ya estaba allí y de todas formas seguía muy lejos
de ella, sometido a los deseos de esta absurda burocracia aeroportuaria que
exigía tramites, trámites y más trámites a pesar de las filas inacabables de
turistas y paisanos, si es que así los llaman allá. Pensé que una de mis maletas
había hecho una escala que yo no tenía contemplada y se había perdido en el
camino. Pasé diez inmensos minutos buscándola, hasta que la vi entrar por la
banda transportadora. Mi corazón volvió a relajarse.
Me encaminé a la salida y la
aduana se plantó delante cual feroz dragón al que hay que derrotar antes de
abrazar a la princesa en la torre más alta del castillo. Me sentí perdido,
pregunté, escribí mis cosas en una hojita, me di cuenta de que nadie lo hacía,
pensé que todos lo habían hecho en el avión. El pánico me tocó el hombro y me
hizo un guiño escalofriante. La plata no iba a alcanzarme para pagar todo lo
que yo pensé debía pagar. Las maletas pasaron sin problemas, el pánico se burló
de mí y se alejó carcajeándose hacia algún lugar para agazaparse y aguardar la
siguiente oportunidad.
El cansancio me tenía para el
carajo, fueron demasiadas emociones en muy poco tiempo, aunque me haya parecido
toda una vida. Arrastré mi maleta y las puertas de Ezeiza se abrieron para mí.
La primera vista de Buenos Aires
me recordó de inmediato a todas esas veces en las que hice un examen de
selección; el concurso de ingreso y los de la UNAM. La gente esperando por sus
estudiantes, más ansiosos que los muchachos dentro. Todos con la mirada clavada
en la puerta, en el muchacho que salía y se enfrentaba a la luz de un día sin
presión, el esfuerzo ya estaba hecho, sólo quedaba esperar. Así la gente,
muchísima menos, clavó sus ojos en mí y un segundo después pude ver la ilusión
desvaneciéndose de sus ojos; yo no era la persona que esperaban.
Miré a todas partes. Dos veces
fueron las que acaricié la valla con la mirada. Dos veces. A la tercera la
pregunta apareció en mi mente: ¿No vino?
Caminé para alejarme de las
puertas, la mirada de todas las personas no me sentaba bien y era mejor
aparentar no estar solo. Me alejé un poco, el viento cálido de la ciudad
desconocida me acarició el rostro. Seguí buscando con la mirada. Pensé que se
habría equivocado, que tal vez había más puertas de arribos a Ezeiza desde
fuera de Argentina y que estaba allá, en la otra puerta.
Anduve por allí buscando a un
guardia, a alguien de confianza que me pudiera resolver la duda. Sin embargo,
parecía que Buenos Aires era una ciudad tan segura que los gendarmes ya no eran
necesarios.
Busqué puertas, jalando mi
maleta y con la otra al hombro, busqué indicios que delataran su presencia,
busqué un cartel con mi nombre, su rostro, su cabello… ¡algo! Mas nada de ella
se asomó a mi vista.
La puerta que me parió en esta
ciudad le dio paso al horror, ya no pánico ni miedo, era un horror maduro,
alimentado por todo el tiempo que restaba para volver a mi…
No, aparté de un manotazo esos pensamientos. Ella estará aquí, esperándome, no hay otro lado donde pueda estar.
Y volví a la primera puerta. Me
paré a una distancia prudente y miré, buscando por todas partes, entre toda la
gente, por todos los rincones.
No estaba.
Yo dije que había sido perfecto.
Que con ella conocí la felicidad, que me hizo estremecer como nadie lo había
hecho nunca… y de hecho así fue. Su ausencia me demostró el vacío inmenso que
había dejado en mi corazón tras quebrar la ilusión de nuestro primer encuentro.
Dije que ese primer beso me elevó más allá del círculo más alto y conocí la
eternidad en los rulos de su cabello.
Mentí.
Con ayuda de la tecnología creé
una fantasía, un universo paralelo sólo para evitar que la gente me dijera las
palabras que habían estado albergando en sus gargantas durante todo diciembre,
frases corrosivas con las cuales pondrían de manifiesto su envidia ante la
felicidad que me envolvía. Yo sabía que todos me apuntarían con el dedo y me
tendrían lástima, perdonarían mi pecado porque estaba enamorado, y los
enamorados son pendejos.
Pero yo no estaba enamorado.
Nunca lo estuve.
Yo la amo, y amar es un verbo peligroso, muy
peligroso.
Sweet Dreams!!
H.S
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